Cultura de residuos
Si la vida premoderna era una escenificación cotidiana de la infinita duración de todo excepto de la vida mortal, la líquida vida moderna es una escenificación cotidiana de la transitoriedad universal. Nada en el mundo está destinado a perdurar, y menos aún a durar para siempre. Con escasas excepciones, los objetos útiles e indispensables de hoy en día son los residuos del mañana. Nada es realmente necesario, nada es irremplazable. Todo nace con el sello de la muerte inminente; todo sale de la cadena de montaje con una etiqueta pegada de fecha de caducidad; las construcciones no comienzan a menos que se hayan concedido los permisos para la demolición (si fuese necesaria), y los contratos no se firman a no ser que se establezca su duración o se permita su terminación en función de los riesgos del futuro. No hay pasos ni elecciones definitivos ni irrevocables. Ningún compromiso dura lo suficiente como para alcanzar un punto sin retorno. Todas las cosas, nacidas o fabricadas, humanas o no, son hasta nuevo aviso y prescindibles. Un espectro se cierne sobre los moradores del líquido mundo moderno y sobre todas sus labores y creaciones: el espectro de la superfluidad.
La modernidad líquida es una civilización del exceso, la superfluidad, el residuo y la destrucción de residuos.
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¿Por qué sentimos que necesitamos con tanta desesperación el crédito y la oportunidad de endeudarnos? ¿Por qué se nos ofrecen éstos con tanta ansiedad y los aceptamos con tanta alegría y gratitud? La respuesta más sencilla, espontánea y, como hemos visto antes, más común, es: para acelerar y acercar la satisfacción de necesidades, deseos o querencias. Pensándolo bien, sin embargo (aunque la velocidad de torbellino del juego de la oferta y la demanda rara vez permite pensar bien las cosas), el principal servicio prestado por la sencilla accesibilidad del crédito consiste en facilitar la eliminación de cosas que ya no se necesitan, se desean ni se quieren. Pensémoslo una vez más y veremos que, una vez que comprar a plazos y vivir endeudados llegan a ser la norma («si no tienes deudas, se te considera ingenuo en términos financieros»; endeudarse «parece concebirse como una práctica inteligente», observa Neil Scaife, uno de los investigadores de Publicis), penetran aún más hondo en la modalidad de vida consumista. Pueden acelerar el surgimiento de nuevos deseos y acortar el camino entre el nacimiento de un deseo y su satisfacción; pero también aceleran el desvanecimiento de los deseos y su sustitución por el resentimiento y el rechazo. En resumidas cuentas, acortan el tiempo de vida de los objetos de deseo, y allanan y aceleran su viaje al vertedero. Con facilidades de pago y de endeudamiento constantemente a nuestro alcance, ¿por qué habríamos de desear aferrarnos a algo que «no nos reporta plena satisfacción» (al margen de lo que signifique esa «plena satisfacción»)? El crédito y la deuda son comadronas del residuo, y en ese papel radica la causa más profunda de su espectacular carrera en la sociedad de consumo.
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Para resumir: en ningún otro tiempo ha sonado más verídico que como suena en nuestro mundo moderno, licuado y fluido, el memorable veredicto de Robert Louis Stevenson, según el cual «viajar con ilusión es mejor que llegar». Cuando los destinos mudan o pierden su encanto más rápido de lo que pueden caminar las piernas, rodar los coches o volar los aviones, seguir de viaje importa más que el destino. No hacer un hábito de nada practicado en el momento, no estar atado por el legado del pasado, llevar la identidad actual como se llevan camisas que pueden reemplazarse rápidamente cuando quedan en desuso o pasadas de moda, rechazar lecciones pasadas y abandonar habilidades pretéritas sin inhibiciones ni remordimientos: todas estas prácticas se están convirtiendo en distintivos de la actual política de la líquida vida moderna, y en atributos de la líquida racionalidad moderna. La líquida cultura moderna ya no parece una cultura de aprendizaje y acumulación, como las culturas registradas en los informes de los historiadores y los etnógrafos. Más bien parece una cultura de la retirada, la discontinuidad y el olvido.
En esta clase de cultura, y en las estrategias políticas y vitales que valora y promueve, no queda mucho espacio para los ideales. Menos espacio para los ideales que provocan un esfuerzo a largo plazo, continuo y sostenido, de pasitos que llevan con ilusión hacia resultados ciertamente remotos. Y no queda espacio en absoluto para un ideal de perfección, que extrae todo su atractivo de la promesa del final de la elección, el cambio y la mejora. Para ser más precisos, semejante ideal puede seguir rondando sobre el mundo de la vida de un hombre o una mujer modernos y líquidos; ahora bien, sólo como un sueño, un sueño que ya no se espera que se haga realidad y que, cuando apunta a lo concreto, rara vez se desea que se haga realidad. Un sueño nocturno que casi se disipa a la luz del día.
Bauman, Zygmunt (2005). Vidas desperdiciadas. (2a edición). España: Paidós, pp. 126-151.
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