Por Raúl Elgueta.
Doctor en Ciencia Política y
Sociólogo.
IDEA USACH
Recuerdo cuando leí
por primera vez “La Casa de los Espíritus”, esa novela que
nos narraba el Chile anterior al golpe militar. Ese Chile en que era
posible la “Revolución en Libertad” o era posible la “Vía
Chilena al Socialismo”. Yo me preguntaba, ¿era realmente así
el Chile de antes?
Mi mirada partía
desde la experiencia de los ochenta, desde la experiencia de la
“Revolución Silenciosa”. Era una revolución que
para funcionar necesitó del silencio de todos, de los
silencios de quienes miraban para otro lado, y de aquellos forzados
de quienes vivían el exilio, ya sea fuera o dentro de Chile.
Vino la transición
y tuvimos que vivir todos el silencio con grandeza. La grandeza de
aceptar, ante el hecho de perder el poder, para quienes fueron
cómplices del horror, y la grandeza también de volver a mirar para otro lado
por parte de quienes fueron víctimas del horror. Era un silencio
diferente, un silencio igualmente cómplice pero que
propiciaba la gobernabilidad del país, por lo que en ese
momento el silencio era síntoma de grandeza.
Recientemente, a partir
de una serie de programas televisivos (“los ochenta” y “los
archivos del Cardenal”) empezamos a revivir lo ocurrido en los
ochenta, y la misma pregunta vuelve, ¿era realmente así
el Chile de los ochenta?
Ahora vemos esa década
a partir de nuestra experiencia histórica actual. Así
el silencio vivido como grandeza en los noventa se vive como traición a ciertos principios. Muchos de los que se reconocieron como
opositores y víctimas en los ochenta se volvieron con esto
cómplices del régimen de horror. Por ello nuestros
jóvenes nos miran con incredulidad y nos reprochan nuestros
silencios. Esos silencios que en aquel momento eran consecuencia de
nuestros miedos. Por ello frente a una generacion sin miedo surgen
los relatos, esos relatos que necesita la política, esa
política que Hannah Arendt rescata, no basada en el miedo sino
en el diálogo.
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