Tales
páginas leídas desde el tercer mundo, cuya praxis
política es tan proclive al caudillismo y al utopismo,
contribuyen a desnudar la índole de las relaciones de poder en
la región. Éstas tienen una extraña
peculiaridad: son ingenuas y horrorosas, a la vez. Por cierto, no son
pocos los políticos latinoamericanos que creen que gobernar es
convertir una ilusión personal en un sueño colectivo.
La mayoría de ellos suponen que es función del Estado
facilitarles las condiciones para que puedan realizar sus ideales.
Por eso, quienes dicen tener vocación de servicio público
ingresan a la política con la expectativa de construir un
mundo en el que reinará la concordia, la justicia y la
igualdad.
La
política, para los ilusos, es la instancia para realizar los
sueños. Pero su idealismo les impide comprender que no todos
sueñan con el mismo ideal. Su propensión al utopismo
les impide, además, advertir el carácter trágico
que conlleva toda acción política. Puesto que si bien
la política brinda un espacio para materializar los sueños,
también cabe la posibilidad que en ese mismo espacio
colisionen los diferentes sueños. ¡Qué paradoja!
El sueño de la justicia deviene en discordia. Así, la
política que se afana en concretar los ideales conduce a
confrontaciones radicales.
¿Por
qué el discurso de los ideales es tan pegajoso en América
Latina? Porque el ciudadano corriente elude mirar de frente, cara a
cara, el rostro real de la política. De hecho, recubre su
rostro con idealizaciones y visillos románticos que le impiden
ver que tras las palabras nobles se ocultan los intereses. Por eso,
es comprensible que no soporte al iconoclasta que resquebraja sus
ilusiones y le insinúa que tras los ideales se ocultan los
intereses y que, además, le demuestra que las palabras que más
ama implican ciertas ficciones.
Vista así
las cosas, el libro de José Antonio Marina es muy bienvenido
en estas latitudes, porque enseña a los ciudadanos a conjurar
los sortilegios del poder.
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