por Nicolás Del Valle O.
Cientista Político. Director del Centro de Análisis e Investigación Política (CAIP)
Con la negativa a la movilización del jueves 4 de agosto recién pasado, hubo un cambio en el ambiente. No se debía al ardor en mis ojos y la picazón de garganta causada por las bombas lacrimógenas, tampoco al sonar de las cacerolas. La movilización estudiantil, que venía “a la baja” según los parámetros de la “opinión publicada” en los medios de comunicación, lograba capitalizar políticamente la mala jugada del Gobierno.
Por un lado, el ministro de educación, Felipe Bulnes, respondía a cada uno de los puntos del petitorio de los estudiantes universitarios, destacando varias declaraciones de los dirigentes del movimiento sobre su claridad y buen manejo político (sustantivamente diferente, se dice, del otrora ministro de educación Joaquín Lavín). Pero por el otro lado, aparece el ministro del interior, Rodrigo Hinzpeter, alegando a favor del orden y la protección de la propiedad pública y privada para prohibir la marcha convocada por los estudiantes secundarios y universitarios. ¿A qué estrategia de conjunto respondía el movimiento del gobierno? Cualquiera sea esta, no cundió efecto: la respuesta de los estudiantes a la propuesta del gobierno, inicialmente receptiva, terminó en su rechazo pues las medidas no afrontaban el rol proveedor del Estado en todos los niveles de la educación. Pero, además, la respuesta de los jóvenes se vio reforzada por varios números de las encuestas ya recurrentes en el quehacer nacional, el avance de los cacerolazos y la asistencia multitudinaria del paro nacional convocado para el pasado martes.
Hubo un cambio en el ambiente al situarse la idea de la intransigencia y el diálogo de sordos entre el gobierno y el movimiento estudiantil. El gobierno no renovó la propuesta para el mejoramiento de la educación y los estudiantes llaman a seguir las paralizaciones. Frente a este panorama, al gobierno no le queda más que desplegar distintas técnicas para que los estudiantes disidentes del movimiento asistan a clases en otros establecimientos o rindan exámenes libres, mientras se negocian algunos detalles con los distintos sectores para así terminar con un mezquino acuerdo que se caracterice por un gran nombre. Esta última salida no parece ser el final que la ciudadanía espera.
¿Cómo desenmarañar este asunto? Generalmente los paros, tomas y movilizaciones masivas en el ámbito público resultan tácticas cansadoras si se extienden en el tiempo. Los jóvenes no quieren perder el año escolar, apoderados necesitan tener a los hijos ocupados, ediles necesitan el dinero de las subvenciones, los vecinos no quieren más ruido en las calles, el gobierno procura mantener el orden y bajar las protestas. A pesar de ello, entre declaraciones, cacerolazos y bombas malolientes, la movilización sigue. Con resistencia, pero sigue.
¿Cómo terminará este capítulo tan entretenido de la historia de Chile? Imagino que la mayoría concordará que el final feliz pasa por un mejoramiento sustantivo en la educación de los chilenos, pero ya sabemos, quizás demasiado bien, que la historia está hecha a punta de tragedias. Para volver al diálogo y distender el ambiente habrá que atender a los asuntos de fondo, declara el presidente Sebastián Piñera mientras alega que “nada es gratis en la vida”. ¿Cuál es el “fondo del problema” al que se refiere el Presidente de la República? El problema de fondo es que hay un antagonismo en las perspectivas con las que se mira la educación y su rol en la sociedad. El problema de fondo es que no estamos de acuerdo en cuáles son los asuntos de fondo. En ambos lados de la cancha todos quieren una educación de calidad garantizada por el Estado. La discrepancia irrumpe cuando hablamos de quién proveerá este derecho universal. Me parece que si se quiere responder a las demandas y resolver el problema, que a estas alturas tiende a sobrepasar la institucionalidad, habría que volver a aquel jueves 4 de Agosto y pensar en la mayor debilidad de la propuesta del gobierno en relación a las demandas del mundo de la educación: el asunto no es que el Estado garantice, constitucionalmente incluso, una educación de calidad, sino, más importante aún, que asuma un rol proveedor de ésta.
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