por Raúl
Elgueta.
IDEA - USACH
Doctor en
Ciencia Política y Sociólgo.
Recientemente
nos hemos visto estremecidos por el accidente aéreo de 21
compatriotas. Se trata de una catástrofe
que evidencia la fragilidad de nuestra condición humana, se
trata de la única certeza que eludimos, la de que algún
día nos moriremos. Frente a estas muertes trágicas
emerge nuevamente nuestro sentimiento de solidaridad, entendida como fuente de cohesión social y base de una noción de Comunidad. Al parecer las
catástrofes han forjado nuestra naturaleza como país,
forman parte de nuestra esquiva identidad social. La tragedia nos
conecta con los otros, con nuestros contemporáneos y predecesores.
A
diferencia de lo que ocurre en otros casos la amenaza no
proviene de otros, no es externa. Acá la matriz de nuestra identidad e identificación no se
fundamenta tampoco en alguna especie de enemigo que encarna los males
sociales. A diferencia de lo que pensaba el viejo Hobbes “el hombre
no parece ser el lobo del hombre”. La amenaza no son los otros, ni
el enemigo interno ni el enemigo externo.
La
catástrofe natural en una lectura bíblica podría
inspirarse en el modelo del castigo divino, una especie de pago por
los pecados sociales. Sin embargo, la furia divina por nuestra
insolencia tampoco parece formar parte del sentido que le damos a
estas tragedias comunes. Entonces, “ni castigo, ni guerra” están
en nuestro sentimiento de padecimiento común. Entonces, ¿qué
inspira nuestros sentimientos de comunidad?, ¿qué
inspira nuestra identidad?
En primer
lugar, la catástrofe nos iguala. Lo que no ha logrado ni el
mercado ni el estado, lo que no hemos logrado ni como consumidores ni
como ciudadanos, parece que lo logra la tragedia común. Se
inspira en un simple razonamiento: “podría haberme pasado a
mí”, la naturaleza no hace distinciones ni de clase, ni de
talento.
Sin
embargo, lo positivo de la igualación tiene su reverso, lo
episódico. Los terremotos son cada diez años. El
sentimiento de padecimiento común dura lo que dura el dolor.
Para enfrentar dicho dolor recurrimos a lo litúrgico, a lo
simbólico, dura lo que duran las velas en apagarse. Después
un silencio que se rompe con la próxima tragedia. Entre medio
quedan cicatrices, cicatrices individuales que se llevan como
invisibles testimonios de tragedias comunes.
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